lunes, 15 de junio de 2009

POR QUÉ ESTE 5 DE JULIO YO SÍ VOY A VOTAR


El próximo 5 de julio se realizarán elecciones intermedias en México en las que se seleccionará de entre miles de candidatos a 500 Diputados Federales (300 por el principio de mayoría y 200 por el principio de representación proporcional), así como a otras 1,005 autoridades en 11 entidades federativas (sin contar 3 municipios en el Estado de Hidalgo que tendrán elecciones extraordinarias ese mismo día por empates o anulaciones registrados en 2008).

A menos de un mes de la elección, en la radio, la televisión y en los medios impresos se ha generado un nutrido debate –aparentemente surgido en Internet- en torno a si la gente debe ir o no a votar o a si debe anular su voto o simplemente dejarlo en blanco.

He tratado de leer y comprender detenidamente las razones de quienes se manifiestan por anular su voto o por no acudir a las urnas el domingo 5 de julio, en general puedo notar que se trata de posturas individuales aunque ciertamente de no pocos individuos. No he leído hasta el momento que alguna institución u organismo importante se manifieste abiertamente en este sentido pero aún así está claro que el grito del voto nulo ha logrado hacer eco.

Los partidos políticos, el IFE, los gobiernos de todos los niveles, los intelectuales y hasta la iglesia católica se han manifestado a favor de ir a votar.

Los argumentos de quienes promueven la asistencia a las urnas son casi todos ellos ciertos, así como verdaderas son las consecuencias que auguran se obtendrían asumiendo la decisión de no ir a votar o anular el voto: ¡¡ninguna!!, en el mejor de los casos. Está comprobado en todo el mundo democrático que la abstención favorece a las posiciones más radicales y para ejemplos tenemos lo que sucedió hace unos días en las elecciones generales europeas con una abstención cercana al 57% que favoreció el avance de posiciones de la ultraderecha y el triunfo de la centro derecha antiinmigrante y procapitalista, esa misma que apoyó la guerra en Irak y desencadenó la crisis mundial, en contraste, el viernes pasado en Irán, votó más del 75% de la población, los iraníes sabían que a mayor participación del electorado – jóvenes principalmente- mayores eran las posibilidades de triunfo de la oposición. Aunque las protestas del fraude sean acalladas las posiciones radicales de Ahmadineyad tendrán que suavizarse, si es que no desea una oposición levantada en armas con financiamiento inmediato y directo de los muchos enemigos del actual régimen.

Pero volviendo a nuestro tema, decía que he tratado de comprender las razones de quienes no piensan ir a votar y para quienes los argumentos del IFE, el gobierno, los intelectuales y de los partidos políticos –principalmente- les suenan no sólo huecos sino falsos, maniqueos y tramposos. Pienso que se trata de una postura sustentada en un argumento legítimo: “No comparto la posición de ninguno de los partidos políticos, ningún candidato me convence, todos los políticos me parecen la misma porquería, en consecuencia no voy a votar por ninguno de ellos o voy a anular mi voto para que sepan de mi rechazo”. Más o menos esa es la argumentación.

En los siguientes párrafos intentaré demostrar por qué ese argumento de no ir a votar, si bien legítimo en su fundamento –ya que da cuenta de la inconformidad ante el estado actual de las cosas- no sólo no es la mejor manera de expresar el descontento, sino que resulta contraproducente en la medida que deja libre el camino justamente a aquellos que generan y mantienen el estado actual de las cosas. Para demostrar lo anterior contaré cómo viví la historia electoral de este país en los últimos 20 años y cómo a partir de esa experiencia concluyo con dos cosas: la primera es que votar –aunque sea por el menos malo pues los partidos y candidatos perfectos no existen en ninguna parte– siempre será mejor que no votar o anular el voto –al menos con el actual diseño electoral-, la segunda cosa que aprendí es que votar no es el primero ni el único de los trámites que deben cumplir los ciudadanos para hacer que las cosas cambien, el camino del cambio democrático exige una sociedad organizada que lucha todos los días por alcanzar los valores sobre los que quiere vivir. Esta es mi historia:

El domingo 18 de agosto de 1991 voté por primera vez en mi vida, tenía yo 18 años, tres años antes, en la elección federal de 1988, había ocurrido algo que se ha dado en llamar “parteaguas” de la historia política reciente de este país. Millones de ciudadanos salieron a votar por un candidato distinto al candidato del PRI. Fue la primera vez que un amplio sector de la población abrió los ojos y con todo y fraude electoral –debido en buena parte a que en ese entonces el sistema electoral era manejado por el PRI-gobierno- la gente comprendió que el cambio a través del voto era posible, el escepticismo era muy grande -como era de esperarse después de 60 años ganando el mismo partido- pero aún así los ciudadanos salieron a votar, ese fue el principio. Harían falta 12 años y el trabajo continuo de cientos de miles de personas que desde las instituciones académicas, los sindicatos, la prensa escrita y finalmente desde las calles, impulsaron el cambio democrático en este país.

En 1991 acudí pues a votar por primera vez, cursaba el CCH y aunque aún no comprendía muchas cosas sí podía darme cuenta que luego de la euforia de 1988, en esta elección las aguas parecían haber regresado a su antiguo cauce, la participación ciudadana fue muy baja y el PRI se llevó prácticamente el carro completo, Salinas había comenzado a vender un sueño que no sería más que eso y que duraría lo que duró su sexenio. Fue la primera vez que comprendí –no sin el coraje y la impaciencia de un joven de 18 años- que a ese paso, la transición democrática en México tardaría mucho en ocurrir.

Así era, las cosas pasaban pero a cuentagotas, el PRI-gobierno hacía reformas electorales, un tanto por la presión opositora y otro tanto por el miedo a ese México profundo y violento que por momentos, como en 1988, parecía asomar las narices.

Llegó la elección presidencial de 1994, era la primera vez que yo votaría por un candidato a la presidencia de la república, para entonces ya estaba bien instalado en la Facultad de Ciencias Políticas y para mi y mis compañeros aquella elección era vista como un verdadero experimento social. En 1990, 1991 y 1993 se habían realizado reformas electorales en las que se consiguieron algunos avances, muy insuficientes todavía, pues las condiciones de competencia continuaban siendo altamente desiguales.

Recuerdo que Zedillo ganó con un holgado margen ante un par de candidatos, Cárdenas y Fernández de Cevallos -que vistos a la distancia, me parecen cada vez más pequeños ante aquel momento histórico-. Esta vez nadie protestó, aparentemente todos aceptaron el triunfo del PRI, sin embargo algo no estaba bien, acontecimientos extraordinarios ocurridos en la primera mitad de aquel año tenían a la sociedad como atarantada, desorientada (además de estar aún bajos los efectos de la ilusión salinista). La tesis que mejor logró tranquilizar aquella impaciencia mía ya convertida en rabia y desánimo –al igual que muchos de mis compañeros y profesores- por el hecho de que siguiera ganando el PRI, fue que la sociedad no había encontrado otra manera de procesar lo ocurrido más que votando por los de siempre, a aquel voto por el PRI de 1994 se le conoció como el voto del miedo.

El 1º de enero de aquel mismo1994 un grupo de hombres armados le había declarado la guerra al ejército mexicano reivindicando demandas sociales: Techo digno, Tierra, Trabajo, Salud, Alimentación, Educación, Justicia, todo ello desde algunos municipios montañeses del sureño estado de Chiapas, muy lejos geográficamente de los principales centros urbanos, pero muy cerquita de los pensamientos y sentimientos de todos los mexicanos, y por si eso no hubiera bastado y sobrado para generar un grado de conmoción colectiva, el miércoles 23 de marzo de aquel inolvidable 1994 el candidato a la presidencia del PRI, Luis Donaldo Colosio Murrieta, era asesinado a balazos al finalizar un acto de campaña en la colonia Lomas Taurinas de la fronteriza y polvorienta ciudad de Tijuana. Una mano con una pistola disparando en la sien del candidato con la Culebra (“toditos asustados comenzaron a gritar: "Huye, José!”) como música de fondo, fue una escena que se repitió hasta la saciedad en televisión y que difícilmente olvidaremos (Internet y la telefonía celular eran bebés por cierto).

Para muchos políticos esta vez no había vuelta de hoja, las reformas no podían seguir saliendo a cuentagotas, el México profundo había asomado algo más que las narices, el movimiento zapatista logró hacer eco no sólo en México sino en todo el mundo, proliferaron las marchas de trabajadores y estudiantes reivindicando las demandas indígenas y añadiendo las suyas propias, fue entonces que en 1996 se logró una reforma electoral muy importante, por fin el IFE era totalmente ciudadano, con recursos propios, credencial con fotografía, un Código de procedimientos, conseguido antes pero esta vez con reglas más equitativas para todos los partidos, representación de la oposición en el senado y algo trascendental y cuya historia he dejado a un lado para no extenderme demasiado: el Distrito Federal por fin podría elegir a su Jefe de Gobierno así como a su propia Asamblea Legislativa.

Llegaron las elecciones de 1997, mis terceras elecciones federales y mis primeras elecciones locales pues hasta ese entonces los capitalinos éramos ciudadanos de segunda, no podíamos anular nuestro voto ni cancelarlo sencillamente porque no teníamos derecho a elegir a nuestra autoridad local. Voté para elegir diputados y senadores así como para elegir un Jefe de Gobierno y Diputados de la Asamblea. Si bien ya se habían obtenido triunfos importantes del PAN en Baja California, Chihuahua y Guanajuato, aquella elección del 1997 fue el gran triunfo de la oposición, por primera vez el PRI perdió la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados y el primer Jefe de Gobierno del Distrito Federal era nada menos que el principal líder de la oposición, el Ing. Cuauhtemoc Cárdenas.

Luego de aquella elección las cosas no volverían a ser como antes, llegó el año 2000 y las expectativas fueron altísimas, se había recorrido un largo camino desde aquel 1988 e incluso desde 1968 –para muchos el germen del cambio-, la lucha por las libertades democráticas habían costado no sólo la paciente espera del pueblo mexicano sino una importante pérdida de vidas en todo el país a manos de caciques locales que no estaban dispuestos a soltar el poder.

Decir que el triunfo de la oposición en el año 2000 fue una transición de terciopelo no sólo es una mentira sino un agravio para todos quienes con su esfuerzo y aún con su vida lograron que se presentaran las condiciones para dicho triunfo. En aquella elección fueron los jóvenes quienes especialmente salieron a votar, no se abstuvieron ni anularon su voto y fueron justamente ellos los que le dieron el triunfo al PAN, de no ser por ellos habría vuelto a ganar el PRI.

Es posible que el terrible desencanto que sufrió el pueblo de México con el gobierno de Vicente Fox sea el origen de esta oleada del voto nulo pues aún reconociendo las expectativas desbordadas de la población, la primera administración panista resultó una muy lamentable desilusión, especialmente para quienes los apoyaron con su voto.

En el 2003 la participación ciudadana cayó como sucede en todas las elecciones intermedias –en buena medida por nuestra baja cultura democrática- y el PAN perdió un gran número de posiciones alcanzadas en el año 2000 gracias al llamado efecto Fox. Por aquellas fechas ya comenzaba a gestarse un clima político muy enrarecido que culminaría con la elección presidencial de 2006, la más reñida en la historia de México.

Las elecciones de 2006 no sólo fueron las más reñidas sino quizá las más agotadoras de las que se tenga memoria, la mitad de quienes votaron no estuvieron de acuerdo con el resultado, la diferencia de votos entre el primer y el segundo lugar fue mínima. Triunfó el PAN por segunda vez a través de un proceso que dejó en claro grandes deficiencias en las reglas del juego que nuevas reformas habrán de corregir no sin el impulso como siempre de los ciudadanos que saben que deben seguir empujando.

Esa es la historia, no es la historia más feliz pero tampoco es una historia completamente trágica, los logros obtenidos hasta ahora con el sistema democrático pueden no hacernos saltar de alegría pero tampoco podemos decir que no hemos cambiado nada.

Winston Churchill, sabio estadista inglés, decía que la democracia era el peor sistema político que existía, con lo cual lograba exaltar -cuando menos- a cualquiera que en ese momento lo estuviera escuchando, viniendo esas palabras nada menos que de un primer ministro elegido democráticamente, luego de una breve pausa necesaria para el sobresalto, jocoso él, remendaba la cita: con excepción de todos los otros sistemas.

Más de 50 años después de aquellas palabras seguimos sin encontrar un mejor sistema político, lo que sí hemos descubierto es que la democracia no es un sistema acabado sino totalmente perfectible.

En ninguna parte está escrito que los cambios democráticos siempre sean para mejorar, se avanza y se retrocede, quienes hemos vivido al menos una parte de la historia política de este país tenemos la obligación moral de hacer ver a los más jóvenes que la calidad de nuestra democracia puede no ser la más óptima pero que antes era mucho peor y que dependerá de ellos no dar marcha atrás sino continuar mejorando con su imaginación y energía nuestro sistema democrático. Pensar que las elecciones no sirven para nada es entreabrir la puerta a un retroceso político que no nos podemos dar el lujo de permitir.

Mérida, Yuc.15 de junio de 2009.